sábado, 17 de marzo de 2012

Plantando pinos

Esta mañana me he levantado con ganas de plantar un pino.

Subir a lo alto de una montaña, encontrar un lugar recóndito en algún paraje en el que nunca nadie hubiera estado antes, plantar un pino, y regresar muchos años después para ver como habría crecido.

Recuerdo que, cuando era niño, hice algo similar en una ocasión, pero no por iniciativa propia, sino por la del profesor de mi colegio y la de su esposa (por cierto, los dos únicos profesores que tuve durante aquellos cuatro años). Tratábamos de darle un poco de color y vida a la escalinata de piedra que subía desde la plaza hasta el colegio, y que se prolongaba unos cuantos metros más hasta la calle de arriba.

Cada niño plantó un pequeño pino en el lugar que se nos había asignado. El pino que yo planté, justo al lado de una zona de paso, sólo aguantó unos días. Acabó siendo machacado por las propias pisadas de los niños (y por las mías propias). El resto de pinos corrieron la misma suerte...

No eramos conscientes de la buena iniciativa que había tenido el profesor, de lo que estabamos intentando lograr con esos pinos. No los cuidamos, y fuimos nosotros mismos los que acabamos destrozándolos. Eramos sólo unos niños...


Sólo uno resistió hasta convertirse en un inmenso pino. Curiosamente, fue el de la nieta del jardinero. Y sobrevivió porque, cada día, el jardinero dedicaba unos minutos de más a regar aquel pino que su nieta había plantado. De hecho, recuerdo que el resto de niños teníamos celos y le recriminabamos no regar también nuestros pinos con el mismo afán con el que regaba el de su nieta. Eso quizás motivó nuestra frustración, y nos desentendimos de nuestros pinos.

En otra ocasión, el profesor puso en marcha la misma iniciativa, esta vez a las afueras del pueblo, de camino a la cantera. Sinceramente, ni recuerdo que pasó con aquel pino, creo que nunca volví a esa zona...

[...]

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