domingo, 25 de marzo de 2012

La inocentada (VI)

Tras largas horas de caminata bajo la intensa lluvia, James llegó por fin al piso. Cruzó el pasillo y se dirigió a su habitación. Tras escarbar entre el montón de ropa que se apilaba en la mugrienta silla, encontró unos pantalones vaqueros limpios y un viejo jersey de lana. Acto seguido, se dirigió a la ducha.

Poco le importaban las huellas de barro que había dejado al entrar, ni la lluvia que entraba por la ventana del comedor, ni aquel olor nauseabundo que salía del cuarto de aseo paqueño.  

Estaba furioso. MUY FURIOSO.

sábado, 24 de marzo de 2012

La inocentada (V)

Billy tardó apenas ocho minutos en llegar a la puerta del edificio donde vivían sus ex-compañeros de piso. Tras detener el coche sobre la acera, paró el motor y esperó unos instantes a que acabara la canción que en ese momento estaba sonando en la radio. Acto seguido, salió del coche, sacó un manojo de llaves de su bolsillo, y abrió la puerta de la entrada.

Ya en el patio interior, Billy aprovechó para sacudirse el barro de las botas. Fue entonces cuando se fijó en las colillas, papeles y restos de basura que seguían colapsando aquel lugar. ¿Cómo pude aguantar un año entero aquí en estas condiciones?, pensó.

En el corto tramo que unía el patio con los acensores, Billy volvió a escuchar aquellos gritos, aquella televisión a todo volúmen y aquel ensordecedor ladrido de perro que siempre alertaba de la llegada de un extraño. Todo le parecía familiar...

Al llegar al rellano, Billy observó detenidamente ambos ascensores. En uno de ellos se podía leer, escrito con tiza: "No funciona". Entonces recordó aquella tarde de invierno en la que permaneció atrapado durante más de dos horas en ese mismo ascensor, sin que ningún vecino se molestara en ayudarle a salir. Curiosamente, tuvo que ser uno de sus ex-compañeros de piso quien, tras muchas súplicas, acabara llamando al técnico, algo que, aunque le costara admitirlo, agradeció de corazón en su momento .

Tras mucho dudar, Billy se subió en el otro ascensor, que aparentemente estaba operativo. De repente, una risa tonta empezó a dibujársele en la cara: la inocentada que tanto tiempo había estado preparando le parecía de lo más simple y absurda, pero era por eso precisamente por lo que tanto le gustaba. ‘Quien les iba a decir a estos bastardos que, en un día como hoy, semejante capullo les iba a acabar aguando la fiesta...’, pensó.

Mientras llegaba al quinto piso, imaginó lo a gusto que estarían en esos momentos sus ex-compañeros de piso, gastando bromas en sus respectivos pueblos, y sin más preocupación que la de encontrar a alguien más a quien fastidiar. También visualizó sus caras de asombro, maldiciendo una y mil veces al encontrarse la faena que algún desgraciado les había hecho en su piso.

Billy salió del ascensor, y observó que todo seguía igual que siempre: la misma puerta destartalada, el mismo cerrojo oxidado, el mismo agujero en la pared, las mismas pintadas... Antes de abandonar aquel piso definitivamente y devolver las llaves al casero, Billy se había tomado la molestia de hacer una copia de seguridad, en caso de que algún día tuviera que venir de visita. Y ese día había llegado...

Antes de abrir la cerradura, Billy llamó al timbre de la manera que siempre solía hacer. ‘¡Soy yo, no me hagáis nada!’, murmuró. Tal y como había imaginado, nadie abrió. Entonces introdujo la llave en la cerradura, la giró despacio, y con un suave tirón hacia atrás, la puerta se abrió sin mayor dificultad.

Una vez dentro del piso, Billy reconoció aquel olor a humedad que salía del aseo pequeño y que se esparcía por toda la casa. Según fue cruzando el pasillo, entró en el comedor, y se dio cuenta de que todo estaba tal cual lo había dejado, excepto algún pequeño detalle. '¡Deberíais haber cerrado las ventanas antes de iros! En días de lluvia, el agua puede entrar y, ¿no querréis que se os moje la casa, verdad?'.  A continuación, volvió al pasillo y anduvo hasta toparse con la que durante todo un año había sido su habitación. Allí seguían la cama, las dos estanterías, el sillón de lectura en el que tantos libros había leído. Ahora, además, alguien había añadido un antiguo armario de madera y una mesa de camilla llena de ropa sucia.

Entonces un recuerdo casi mágico le cruzó entonces la mente... Y es que, pese a todo, ¡qué buenos ratos había pasado en aquella habitación!

(continuará)

domingo, 18 de marzo de 2012

La inocentada (IV)

Era de esperar: el teléfono de socorro más cercano estaba averiado. El siguiente, tres kilómetros más atrás, parecía funcionar correctamente, pero nadie se dignó a responder. Fue entonces cuando James se acordó de Murphy, y juró tener una seria conversación con él cuando volvieran a verse las caras.


Lo último que le faltaba por aguantar a James, aparte del tremendo chaparrón que llevaba cayendo en casi todo el país durante los pasados dos días, eran las bromas del resto de conductores que circulaban por la aquella carretera. 

"¡Inocente! ¡Inocente!", le gritó uno. 

James mantuvo la calma.

"Te llevaría, pero es que me vas a poner el coche perdido", le dijo otro, disimulando una estúpida sonrisa que no venía al caso. James siguió avanzando, rumbo a casa.


"¿Dónde vas, chaval? ¿Te has escapado del zoo?", le espetó otro. 

La mano de James adoptó entonces otra posición. No sería ahora el dedo pulgar el que apuntara hacia el cielo, sino el dedo corazón.

A medida que recorría los 13 kilómetros que le separaban de su casa, la ira se fue apoderando de James cada vez más. ¡Que rabia le daba todo lo que había pasado! 

Para colmo, había dejado el piso pulcro antes de irse, ¡y lo último que le apetecía era tener que ensuciarlo todo de barro y agua! 

No obstante, haría todo lo estuviera a su alcance por manchar lo menos posible...


(continuará)

sábado, 17 de marzo de 2012

Plantando pinos

Esta mañana me he levantado con ganas de plantar un pino.

Subir a lo alto de una montaña, encontrar un lugar recóndito en algún paraje en el que nunca nadie hubiera estado antes, plantar un pino, y regresar muchos años después para ver como habría crecido.

Recuerdo que, cuando era niño, hice algo similar en una ocasión, pero no por iniciativa propia, sino por la del profesor de mi colegio y la de su esposa (por cierto, los dos únicos profesores que tuve durante aquellos cuatro años). Tratábamos de darle un poco de color y vida a la escalinata de piedra que subía desde la plaza hasta el colegio, y que se prolongaba unos cuantos metros más hasta la calle de arriba.

Cada niño plantó un pequeño pino en el lugar que se nos había asignado. El pino que yo planté, justo al lado de una zona de paso, sólo aguantó unos días. Acabó siendo machacado por las propias pisadas de los niños (y por las mías propias). El resto de pinos corrieron la misma suerte...

No eramos conscientes de la buena iniciativa que había tenido el profesor, de lo que estabamos intentando lograr con esos pinos. No los cuidamos, y fuimos nosotros mismos los que acabamos destrozándolos. Eramos sólo unos niños...


Sólo uno resistió hasta convertirse en un inmenso pino. Curiosamente, fue el de la nieta del jardinero. Y sobrevivió porque, cada día, el jardinero dedicaba unos minutos de más a regar aquel pino que su nieta había plantado. De hecho, recuerdo que el resto de niños teníamos celos y le recriminabamos no regar también nuestros pinos con el mismo afán con el que regaba el de su nieta. Eso quizás motivó nuestra frustración, y nos desentendimos de nuestros pinos.

En otra ocasión, el profesor puso en marcha la misma iniciativa, esta vez a las afueras del pueblo, de camino a la cantera. Sinceramente, ni recuerdo que pasó con aquel pino, creo que nunca volví a esa zona...

[...]

La inocentada (III)


Las horas se hacían eternas. Fuera, en la calle, voces de desconocidos que regresaban de una feria cercana, el estruendo de los autobuses al pasar por delante de la casa, y las riñas de dos gatos disputandose el espacio en lo alto de un tejado tampoco invitaban a conciliar el sueño. 

De repente, empezó a llover. Fue entonces cuando Billy creyó haber dado con la clave: el repicar de las gotas de lluvia sobre el vidrio de la ventana le habían abierto los ojos. Excitado por la idea, Billy se levantó a orinar por enésima vez, volvió a su cama, y tras taparse con el doble edredón, se encogió en posición fetal y se durmió escuchando el dulce murmullo de la lluvia.

A la mañana siguiente, y casi mecánicamente, Billy se despertó bien temprano. Hacía meses que no necesitaba despertador, ya que siempre se despertaba a la misma hora, cegado por la luz del nuevo día que cada mañana penetraba por la entreabierta puerta de su dormitorio. Aquel día, sin embargo, los rayos del sol no tardarían mucho en desaparecer. El pronóstico del tiempo no era muy optimista, y las nubes pronto volverían a cubrir el cielo por completo.

Aún aturdido por la falta de sueño, Billy se  puso en pie, se quitó la camiseta interior con la que siempre dormía, se puso sus vaqueros favoritos, su camiseta negra de la calavera, y finalmente, su roida cazadora imitación de cuero. Medio tambaleándose, se encendió un cigarrillo, agarró la media botella de cerveza que le había sobrado de la noche anterior, y tras tomarse su pastilla, se enfundó sus botas negras y se marchó.


(continuará)

Alegoría

Alegoría es una figura literaria o tema artístico que pretende representar una idea valiéndose de formas humanas, animales o de objetos cotidianos. La alegoría pretende dar una imagen a lo que no tiene imagen para que pueda ser mejor entendido por la generalidad. Dibujar lo abstracto, hacer «visible» lo que solo es conceptual, obedeciendo a una intención didáctica.

También se denomina alegoría a un procedimiento retórico de más amplio alcance, en tanto que por él se crea un sistema extenso y subdividido de imágenes metafóricas que representa un pensamiento más complejo o una experiencia humana real.  La alegoría se transforma entonces en un instrumento cognoscitivo y se asocia al razonamiento por analogías o analógico.

miércoles, 14 de marzo de 2012

La inocentada (II)

'Should I drink another drink, say another lie...'

Así empezaba aquella canción que tanto gustaba a James. El ritual siempre era el mismo: cada vez que iniciaba un largo viaje, lo primero que hacía era abrir la guantera, escarbar entre el montón de cassettes que había ido recopilando durante los últimos años, hasta finalmente dar con aquella mítica cinta que tan buenos recuerdos le traía. Finalmente, se abrochaba el cinturón, se ponía sus gafas de sol y, con un fuerte acelerón, arrancaba el coche rumbo al infinito.

James había estado planeando aquel viaje durante todo el mes de Diciembre. 'Cause I'm falling on the floor, I'm climbing up the walls, and everytime I get a grip I seem to lose myself just a little more'

James empezaba a animarse. Poco a poco iba aumentando el volumen del sistema de audio, lo mejor, sin duda, de su viejo Seat 127 del 83, hasta acabar encontrando el nivel perfecto.

El coche nunca le había dado problema alguno... hasta aquel día. Un extraño ruido parecía resonar en el interior del motor, pero James, completamente ido por la intensidad de la música, no pareció reparar en él.

Y entonces llegó el éxtasis: 'It's like an addiction!!!' 'It's like an addiction!!!'. James enloquecía cada vez que llegaba el estribillo, pues le hacía tocar el cielo. 'It's like an addiction,  and I just can't break free of the madness. It's like an addiction, am I the only one with the sadness.'

De repente, un humo negruzco comenzó a salir del radiador.

'¡Maldita sea!', gritó James mientras detenía bruscamente el coche en el arcén. '¡No me lo puedo creer!'.

Rápidamente, se bajó del coche y abrió el capó. Lo que encontró no parecía demasiado esperanzador... No podía creer lo que le estaba pasando. Y fue entonces cuando empezó a temerse lo peor. James volvió al interior del coche, y mientras el humo seguía brotando sin parar, permaneció unos minutos pensativo, y de repente hundió la cabeza en el volante.

La situación era esperpéntica: un Seat 127, detenido en medio de una carretera comarcal que muy pocos conocían, con el motor ardiendo, y un enorme tarugo barbudo de mas de 1,90m de estatura llorando a moco tendido en su interior.

¡No puede ser, no puede ser!, se repetía una y otra vez.

Y de hecho, era imposible. El día anterior lo había dedicado casi por completo a poner a punto el vehículo. No acertaba a entender cómo, apenas 13 kilómetros después de haber iniciado el viaje, el motor de aquel coche que a tantos sitios le había llevado y traido acabara fundiendose y ardiendo de semejante manera.

A los pocos minutos, James se dio cuenta de que de nada le iba a servir llorar como una niña. Al ver que ningún conductor (de los pocos que pasaron por el lugar) se decidía a parar y socorrerle, salió como pudo del coche y se dirigió con desgana en busca del puesto de socorro más cercano.

(continuará)

martes, 13 de marzo de 2012

La casa por el tejado

Hola a tod@s,

Ante todo, gracias a tod@s aquellos que dedican unos segundos de sus vidas a leer mi nuevo blog.

"Lo que queda de ayer" nació con el fin de inmortalizar una serie de reflexiones del día a día que han estado rondando por mi cabeza especialmente durante los dos últimos meses. A su vez, pensé en aprovechar este espacio para escribir nuevos relatos y desempolvar un par de historias que, en su momento, fueron escritas y enviadas a varios concursos literarios, y que desde entonces nunca anteriormente habían visto la luz de una manera totalmente pública.

Lo cierto es que mi decisión me llegó a través de varias fuentes: hace un mes leí un conmovedor relato de un amigo mío en un blog que hasta entonces no conocía. La calidad de su prosa, la sinceridad del testimonio y el sentimiento que ponía en cada una de sus palabras me dio 'celos sanos' y me animó a hacer algo similar. Por otro lado, Pakito, bajista de mi grupo de música, un tipo culto y ávido lector de libros, me hizo reflexionar sobre el tema. Al contrario que Pakito, que afirma leer una media de 50 libros al año, yo también leo, y mucho, pero la verdad es que desde hace tiempo no leo "literatura", propiamente dicha. Aunque me guste leer, aunque me guste escuchar música, a mí lo que me gusta realmente es producir: escribir canciones, escribir narrativa (la poesía no es lo mío, por desgracia)... Básicamente, expresarme.

Respecto al nombre del blog, "Lo que queda de ayer", es una invitación a la reflexión por parte de mis lectores. Aunque como todo en esta vida, todo depende del color del cristal con que se mire, y al igual que el resto de relatos, reflexiones y artículos, las interpretaciones pueden ser infinitas. No obstante, dedicaré un artículo en breve que llevara por título el nombre del blog.

Pero esa es la idea. Invitar a la reflexión, mía y ajena, y que esto me sirva, de una manera, para "encontrarme a mí mismo". O, realmente, para que otros me encuentren a mí...

Y para terminar... ¿por qué presento el blog ahora, tras varias publicaciones, en lugar de haberlo hecho en la primera noticia? Muy sencillo: como viene siendo norma a lo largo de este último año, he decidido, una vez más, "empezar la casa por el tejado"...

Que lo disfrutéis.

La inocentada (I)

Aquel 27 de Diciembre de 1998 no era un día cualquiera. Como otros años, Billy se pasaría la noche en vela, retorciéndose entre las sábanas y exprimiéndose el cerebro hasta dar con un plan perfecto. Sin embargo, esta vez las cosas habían rebasado el límite, y Billy era muy consciente. No pararía hasta dar con algo realmente impactante y rotundo. Algo perverso y macabro... Algo definitivo.

Billy no era un tipo normal. A menudo tenía pesadillas, y solía despertarse horrorizado en plena madrugada. Incluso llegó al punto de pasarse noches enteras sin dormir por miedo a revivir en sueños las angustiosas experiencias sufridas en un pasado todavía muy cercano. Por mucho que lo intentara, jamás lograría borrar aquellas imagenes y frases lapidarias que le acompañarían a todas partes durante, muy posiblemente, el resto de su vida. Estas circunstancias enseñaron a Billy a sobrevivir por sí mismo en un mundo, a su juicio, gobernado por la ambición, el egoísmo y la avaricia. 

Pese a todo,  y a sus escasos 20 años de edad, Billy era un tipo extremadamente inteligente. Y fue precisamente esa "madurez prematura” (como él mismo la definía), la que le había dotado de una mente lo suficientemente compleja como para salir del paso en todo tipo de situaciones, por difíciles que parecieran. Por supuesto, sabía como sacarle el máximo partido a sus “privilegiadas” cualidades psicológicas, y eso es precisamente lo que tenía pensado hacer...

(continuará)

domingo, 11 de marzo de 2012

Volver a reir


Hoy hace exactamente una semana que me volví a reir. Hacía algunos meses que ésto no ocurría. La risa fue corta, apenas duró unos segundos, lo justo para que se me empañaran los ojos por unos instantes.

Y no fue precisamente con ningún video gracioso de YouTube, ni leyendo alguno de los miles de emails de cachondeo que recibo cada día, ni viendo ningún programa de humor en televisión (que por cierto, cada vez hay menos). Porque esas cosas me hacen sonreir. Pero eso es todo: una simple sonrisa que te hace sentir bien durante unos instantes. Nada más.

El caso es que este detalle me invitó, una vez más, a reflexionar. Me planteé cuantas veces me había reido (de verdad) en estos últimos años. Reirme, me refiero, sintiendo que las lágrimas se me saltaban y que tenías ganar de ir al baño. Las conclusiones no fueron muy alentadoras: muy pocas veces.

Todo ésto me hizo pensar en los momentos en los que más me he reido en mi vida, y eso me remontó a un pasado muy, muy lejano. Yo tendría unos 12 años, y por circunstancias a las que quizás dedique otro relato, me reía muchísimo y con bastante frecuencia. No importa el cómo, ni el por qué. Pero me descojonaba de la risa... En los años siguientes, la frecuencia de mis risas había disminuido considerablemente, y todo parecía haberse quedado, casi siempre, en simples sonrisas. La cosa se ponía negra...


Sin embargo, estas mismas reflexiones me hicieron plantearme algo más: ¿cuántas veces había visto a otras personas reirse conmigo? No sonreir, que de esas también, sino reir. Me refiero a descojonarse de la risa, a partirse el ojete, a mearse encima.

La verdad es que me animé bastante recordando los muchísimos momentos en los que ésto había ocurrido. No importaba en qué periodo de mi vida me encontrara, ni las circunstancias que me pudieran rodear, ni dónde, ni con quién o quiénes estuviera: siempre recordaba gente riéndose conmigo en algún momento u otro. La gente era diferente, eso sí, las circunstancias también, pero así las visualicé: descojonandose. Y eso me animó...


Hoy hace una semana que vi a un niño y a una niña, muy pequeños los dos, jugando y compartiendo sus pequeños momentos de ilusión. En un momento inesperado, el niño se dirigió a la niña con un gesto inocente, pero travieso. La niña, al ver sus intenciones, esperaba el beso con una mezcla de estupefacción e incertidumbre, ya que no sabía muy bien lo que estaba a punto de ocurrir. Todo el proceso duró unos 20 segundos, ya que el niño no acertaba a posar sus labios sobre la mejilla de la niña...

Finalmente, desesperado, y viendo que no atinaba, el niño se apartó de la niña, y entre las risas de ambos, de repente propinó un fuerte guantazo (que, a mi juicio, pudo haberle hecho daño) a la niña.

Para mi sorpresa, ambos acabaron la escena con una profunda carcajada. No había pasado nada: seguían tan felices.

Y eso fue lo que me hizo reir... Y eso es lo que quiero seguir haciendo: reir. Y si no me río, por lo menos que sigan riéndose conmigo, o al menos, hacerles conservar esa sonrisa que jamás deberían perder.

viernes, 9 de marzo de 2012

El funeral

Esta mañana he estado en un funeral... ¡Con lo poco que me gustan a mí estas cosas!

Pero hoy, al contrario que otras veces, tenía la obligación de estar presente. No había motivo alguno ni excusa que pudiera justificar mi ausencia. De hecho, fui de los primeros en aparecer... ¿o fui el primero?. No lo recuerdo bien, pero cuando llegué no me dio la impresión de que hubiera alguien más. Dadas las circunstancias en las que ocurrió todo, tampoco fue algo que llamara excesivamente la atención.

Al principio, solo vi extraños que se habían confundido de sala. Se limitaban a pasar, mover la cabeza a ambos lados, y, cuando se percataban de mi presencia, miraban con indiferencia para acabar marchandose con un sobrio 'Aquí no es'.

Poco a poco fueron apareciendo rostros algo más familiares. Al verme, todos reaccionaban de la misma forma: al principio se les veía confusos, sorprendidos y desubicados, tal vez porque muchos no recordaban mi cara. Y yo, a su vez, no sabía muy bien qué hacer ni qué decir, ni qué cara poner, así que opté por permanecer quieto en el rincón en el que minutos antes había decidido apalancarme, mostrando mi peculiar mueca (seria, estática e inexpresiva), y escuchando pacientemente cada una de las palabras de pésame que los visitantes me ofrecían.

Pero yo no respondía a nadie... ni podía hacerlo. No era momento de hablar, y ellos lo sabían. Por una vez en la vida, sentí que mi silencio estaba siendo comprendido y respetado, así que, resignados, apartaban la vista de mí y se iban yendo, uno tras otro, a paso lento, como en una procesión.

Las horas fueron pasando y la historia se repetía: la gente iba y venía. Algunos hablaban conmigo un rato, pero me limité a escucharles. Solo una compañera de trabajo se percató de la pequeña hinchazón en mi labio superior, asociandola, quizás, a la extraña alergia que días antes había hecho que mi cara se hinchara y que pareciera la de un cantante de jazz. ¡Otros ni me miraban! Alguno incluso se atrevió a hacer algún chiste (más bien, un desafortunado comentario) que, paradójicamente, me acabó haciendo gracia. Pero yo me mantuve firme y conseguí conservar la mueca que durante tanto tiempo había estado mostrando a los visitantes del velatorio.

Cuando la noche llegó, la sala se quedó prácticamente desierta. Me percaté que tres personas permanecían allí, sin apenas mirarse y casi sin hablar. De vez en cuando se asomaban y me miraban, conscientes de que no les iba a responder. Fue entonces cuando empecé a notar un dolor horroroso en piernas y espalda. Ni siquiera me había parado a pensar que llevaba sin comer un día y medio. Aunque por raro que pareciera, ni estaba cansado, ni tenía hambre, ni sed. Además, me di cuenta que me mi barba había empezado a brotar, y de que mis uñas también empezaban a necesitar un pequeño recorte.

Las horas fueron pasando, y a primeras de la mañana la gente comenzó a llegar de nuevo. El desfile seguía, esta vez más concurrido. Ahora el sorprendido era yo: las caras me eran cada vez más familiares, y gente que nunca habría esperado encontrarme, allí estaban.


Una hora después, sin dar explicación alguna, me fui. De hecho, no fui yo el que se fue. Fueron ellos los que me sacaron de allí en volandas... Jamás regresaría a aquel lugar.

El último viaje


Ese lunes, Frank salió de su casa a las 10.05. Con el paso del tiempo, y casi sin darse cuenta, había olvidado que su trabajo en el despacho comenzaba a las 10.00. Sin embargo, el mero hecho de llegar tarde era algo que no le importaba demasiado: ya estaba acostumbrado, y se había convertido en una constante más en su rutina diaria.

Antes de irse, le hubiera gustado darle un beso de despedida a Elsa, su mujer, pero no fue posible: el trabajo en el hospital requería una mayor puntualidad y seriedad, y rara era la vez en la que su esposa se marchaba después de las 7.30. Había noches en las que ni siquiera podía venir a dormir, ya que a menudo surgían ‘imprevistos’ y tenía que quedarse de guardia en el hospital. Entonces Frank la esperaba despierto hasta altas horas de la noche, pero al final caía rendido sobre la cama esperando encontrarla al despertar. Pensando en ello, se preguntó si esa no habría sido una de esas noches...

Con un portazo, salió de su casa, se montó en el Mercedes y se dirigió a la oficina. Esta vez optó por una ruta diferente a la habitual, en vez de llegar directamente por la autovía, como solía hacer. Pese a la potencia del Mercedes, Frank condujo tranquilamente por la carretera. Al pasar por el puerto, bajó la ventanilla y observó la calma que reinaba en el exterior. Hacía tiempo que no veía el mar, y decidió detener el coche durante unos minutos para contemplarlo detenidamente. Tan sólo unas suaves ondas que se aproximaban desde la profundidad daban cierta vida al estatismo del mar.

Todo parecía tranquilo. La última vez que vio el mar fue unos cuantos años atrás, en Hawaii: fue uno de esos ‘viajes de placer’ que tanto le apasionaban, aunque a causa de un repentino golpe de mar el viaje casi acaba en tragedia. Aquella ambigüedad del mar le resultó un tanto curiosa.

A Frank siempre le había gustado viajar, y de hecho había visitado medio mundo –bien con sus “amigos”, bien con su mujer, o incluso sólo. Oteando en el horizonte, consiguió distinguir la estela de un barco pesquero perdiéndose en la lejanía. Aunque actualmente había dejado a un lado su pasión por viajar, la casi imperceptible visión del barco en el horizonte, huyendo del mundo ‘civilizado’, adentrándose en la imprevisible profundidad del océano, le hizo estremecerse. Para Frank, la vida había dejado de tener sentido desde hacía muchos años. Todo le había venido demasiado rápido, todo demasiado fácil: se lo habían dado todo hecho. Desde que su padre lo colocara en un importante puesto de su empresa –en detrimento de uno de sus mejores "amigos", la vida le había ido de color de rosa, o al menos eso es lo que Frank creía. De pequeño se educó en uno de los mejores colegios privados del país, y pese a su negligencia, consiguió acceder en la Universidad, pues su sueño era "irse a Estados Unidos para trabajar en el Silicon Valley" una vez obtenido el título de Ingeniero en Telecomunicaciones. Al segundo año lo dejó, ya que su padre le había organizado el futuro. Le había ahorrado todo el esfuerzo. Con ello, su vida se redujo a aburridas reuniones de negocios, suculentas comilonas con ejecutivos, viajes por todo el mundo, ... Al poco tiempo empezó a perder el interés por la vida, y aunque parecía tenerlo todo, se dio cuenta, de que al fin y al cabo, no tenía nada. Su única misión en el mundo era sentarse en su despacho, comer, intentar agradar a todo el mundo, y por las noches, lejos del calor de su querida esposa, soñar con un mundo en el que todo fuera perfecto. ‘¡Menuda paradoja!’, solía pensar en sus infinitos momentos de reflexión. Sabía que la vida no le iba a “sonreír”.

Perdido en sus pensamientos, volvió a mirar el horizonte, pero el barco había desaparecido. De repente, una rápida visión de la muerte le sobrecogió el alma. A la cabeza le vino la idea un viaje diferente, definitivo, un viaje en el que pudiera dejar atrás ese mundo hipócrita e injusto que tanto le atormentaba, un viaje sin billete de vuelta. Obsesionado con la idea, Frank se subió al coche y puso rumbo a su despacho. Eran las 10.30.

Al llegar al bloque de oficinas, aparcó el coche en el primer lugar que vio, y, sin preocuparse en cerrar la puerta con llave, se apresuró a entrar en el edificio. De repente, sintió un fuerte golpe en la cara y cayó en redondo al suelo. Desde el suelo observó como un hombre a medio vestir se perdía entre la impasible muchedumbre. ‘¿Será cab...?’, musitó.

Recuperándose del golpe, y aún perplejo por la idea del “viaje”, al fin llegó a su oficina, una hora más tarde de lo habitual. No había nadie, excepto Clara, su secretaria.

‘¿Alguna llamada? ¿Alguna carta? ¿Algo en particular?’, preguntó nada más entrar, cerrando la puerta.

‘Buenos días, Sr. Corgan.’, dijo la secretaria, con voz temblorosa. ‘No, ninguna llamada. Tan sólo estas cartas. Lo de siempre.’

Con cierta indiferencia, Frank cogió los arrugados sobres y se metió en su despacho. Apenas reparó en el sonrojo y bochorno que ese día mostraba su secretaria.

En fin, allí estaba, otro día más. Con un torpe ademán abrió un cajón en busca de algo de comida, y tras mucho escarbar descubrió un mohoso donut de debajo de un montón de papeles, y empezó a saborearlo, mientras acomodaba sus más de ciento veinte kilos en aquella estrecha butaca. El salvapantallas del ordenador llamó su atención por un momento, aunque al poco se hartó de él. Nunca había aprendido a utilizar esa extraña máquina, pese a sus “estudios” de Informática. Examinando la mesa, reparó en dos fotografías de lo que algún día debió haber sido una familia. El corazón se le estremeció, y los ojos empezaron a humedecérsele. En una de ellas, Frank y su esposa sonreían abrazados. En otra, Elsa, sujetando a su recién nacido Billy, y Frank con su hijo Zack, todos ellos sonriendo. ¡Cómo echaba de menos aquellos momentos de verdadero amor! ... ¿O acaso esos momentos formaban parte de ese falso montaje?

Hurgando entre la montaña de papeles en busca de otro donut, se encontró con la estampa de un santo. Hacía tiempo que no la miraba (ni siquiera se acordaba de qué santo era), y empezó a darse cuenta de que, aunque lo hubiera querido, realmente nunca había creído en ella. El corazón empezaba a dolerle.

Con cierto nerviosismo, se levantó como pudo de la silla y se dispuso a examinar la habitación en busca de algo con lo que olvidarse de esa ansiedad que tanto le atormentaba. Observó los muebles, las montañas de papeles y archivadores, las fotografías, ... y reparó en una en la que Frank y un hombre de barba canosa posaban alegres con una copa en la mano y una cínica sonrisa en los labios. “¡Dios mío! ¿Quién sería éste?’ Aquello le pareció patético, pues ni se acordaba de quién era ese individuo, ni de lo que estaban celebrando.

Examinando la pared, analizó un retrato que le hicieron al ingresar en la empresa. Se podía adivinar que antaño había sido un hombre atractivo, muy lejos de lo que era ahora, un ser descuidado y gordinflón al que la vida le daba igual.

Examinando otra vez la mesa, reparó en el montón de papeles, la mayoría de ellos cartas de bancos,  invitaciones o felicitaciones que nunca se molestó en leer. Con un gesto violento arrojó todo el contenido de la mesa al suelo y rompió a llorar. Estaba harto: tenía que hacer algo. Tal vez hubiera encontrado al fin la solución para semejante sufrimiento.

Con una mano temblorosa cogió una pluma del suelo y un sobre del banco. En el reverso comenzó a garabatear unas cuantas líneas de lo que parecía ser una carta de despedida. Resultaba gracioso el hecho de que alguien de su altura fuera capaz de cometer tantas faltas de ortografía en un fragmento tan corto.

Medio tambaleándose, salió del despacho y con un portazo, se despidió de su secretaria:

‘¿Se encuentra bien, Sr. Corgan? He oído golpes en su despacho y me preguntaba si le había pasado algo.’, dijo Clara.

‘No te preocupes, guapa. Sólo ha sido una de mis crisis nerviosas. Hoy no me encuentro bien. Me marcho. Hasta nunca.’, fue su única réplica.

Al salir del edificio, se dirigió al lugar en dónde creía haber dejado el Mercedes, pero como era de esperarse, había desaparecido. Ni siquiera se preguntó si se lo habían robado o si se lo había llevado la grúa. Tan sólo gritó: ‘¿Y a mí qué?’.

‘¡Taxi!’. Un taxi se detuvo al instante. ‘Al puerto.’

‘Que día más bueno hace hoy, ¿verdad?. Estoy deseando terminar la jornada para irme a mi casa con mi mujer y mis hijos.’. Lo que le faltaba por oír. Aún tuvo que aguantar otros inoportunos comentarios del taxista, aunque no le dirigió la palabra en todo el trayecto.

‘Aquí es. Son... 1.900 pesetillas.’, dijo el taxista con voz amable.

‘Aquí tiene, y quédese con el cambio.’

Con paso decidido se dirigió hacia el puerto. El agua debía de estar fría por aquellas fechas, aunque... ¿acaso importaba?. Acercándose al embarcadero, se detuvo y se dispuso a contemplar por última vez el mundo que le rodeaba, antes de emprender su último viaje. Observó los barcos pesqueros, las redes, los pescadores, los astilleros, los grandes fragmentos de barco, los sopletes penetrando en el metal, ... ¡Qué última visión del mundo más nefasta! ¡Cómo le ardía el corazón! ¡Qué ganas tenía de partir!

Por suerte, todo aquello iba a acabar. Casi sin darse cuenta, notó cómo el mundo se paralizaba por unos instantes. Notó como se caía, se golpeaba la cabeza, y se hundía en el fondo del mar. Mientras se ahogaba, toda la vida le iba pasando por la cabeza, fotograma a fotograma: su infancia, su adolescencia, su madurez, los malos momentos, los pocos buenos momentos, su mujer, sus hijos, los malos momentos otra vez, ... ¡Qué martirio, que sufrimiento! Pero, ¿acaso podría haber hecho algo para cambiarlo? Es difícil decirlo: simplemente estaba condenado desde el momento en que vio la luz. ‘¡Nooooooooo!’, fue su último pensamiento, antes de que el último rayo de luz le atravesara la retina.

Su último viaje había terminado: estaba muerto. ¿Y ahora qué? ¿Qué sería de él?

.......................................................

Tres días después, un grupo de niños observó una extraña masa informe flotando sobre el agua. Jugando, empezaron a apedrearlo hasta que consiguieron darle la vuelta. Huyeron espantados al ver el estado en que se encontraba el cadáver. Al cuarto día, un policía se molestó en inspeccionar el ‘extraño cuerpo’ hallado en el mar. Con cierta impasibilidad, llamó a una ambulancia, y a una grúa. Fue muy difícil extraer el cuerpo del mar, y de hecho resultaba grotesco el hecho de ver como levantaban al gordo por los aires y lo depositaban en un camión, trasladándolo directamente hacia el cementerio.

Nadie fue su funeral. Nadie. Mientras su mujer se despertaba en casa de un "amigo", ajena a todo lo que había ocurrido, y sus dos hijos asistían al Instituto, el cura musitaba una última oración por su alma, y mirando con impaciencia su reloj ordenó con un ademán al sepulturero que lo cubriera de tierra. Una mente mal pensada podría haber jurado que sentía placer arrojándole la arena sobre la cara...

...............................................

Al día siguiente del entierro, un jovencito enano y con gafas entraba en el antiguo despacho de Frank, con varios gruesos libros bajo su brazo, acompañado por el servicio de limpieza. Ordenó limpiar concienzudamente todos los rincones del mugriento despacho, y el mismo se apresuró a descolgar el retrato que colgaba en la pared. Con un gesto de extrañeza, lo depositó en la papelera. En su rostro se le podía adivinar una mueca de orgullo: ahora era el turno de aquel enjuto personaje. Mientras los limpiadores comenzaban su dura tarea, el enano se frotó las manos con una frenética sonrisa en los labios. Se sentó en la enorme butaca. ¡Que a gusto se sentía allí! ¡La de cosas que le esperaban!

En mitad de su euforia reparó en la carta de despedida que Frank había dejado sobre la mesa. La tomó perezosamente y con cierta guasa empezó a leerla. Al ver que no entendía nada, hizo de ella una bola, la arrojó por la ventana, se reclinó sobre la silla...

... y se durmió...

15-01-1997