jueves, 19 de abril de 2012

El perro callejero

Ayer empecé el día de una manera aparentemente normal. Mientras desayunaba leí, como cada día, la prensa digital:  los nuevos recortes y medidas de ahorro en Sanidad y Educación, la polémica sobre la Casa Real, la derrota del Real Madrid... además de un curioso artículo sobre un hombre que murió ahogado en un lago de Chicago tras ser atacado por un cisne.

Fue lo único que me dio tiempo a leer durante los escasos 10 minutos que tardé en tomarme el café y devorar unas siete galletas danesas. Curiosamente, la noticia sobre el monarca, la polémica suscitada por su desafortunado safari en Botswana, y su posterior disculpa ante los medios de comunicación acabaría teniendo una repercusión mayor de lo que jamás habría pensado.

El debate sobre el Rey salió en los últimos minutos de clase. Yo me mantuve al márgen de la discusión, limitandome a escuchar, moderar y apaciguar la tensión que poco a poco se iba generando entre mis alumnos. Por otro lado, la opinión generalizada del grupo no quedaba muy distante de la mía propia, así que, durante unos instantes me sentí, en cierto modo, respaldado. También me enteré de otros 'secretos' que habían salido a la luz pública a raiz de la noticia.

Aunque, sinceramente, no quería saber nada más del asunto... Sólo quería irme, olvidarme de todo, descansar y acostarme pensando aquello de 'Mañana será otro día'...

El caso es que cuando llegué a casa, no tenía ganas de hacer nada. Ni tenía hambre, ni me apetecía ver el partido en la tele (gran partido, a priori, o al menos en teoría)... nada. Por absurdo que parezca, lo que hice fue agarrar la guitarra e intentar tocar y cantar aquella canción que, por alguna razón que aún desconozco, me había venido a la cabeza mientras conducía de regreso a casa.

Se trataba de 'Dama, dama', una canción de Cecilia, mejor recordada por padres y abuelos que por nosotros mismos. Mientras la ensayaba, localicé el video en YouTube (muy curioso, por cierto), y tras practicar un poco, me di cuenta de que la canción llegaba incluso a sonar bien con mi propia voz y la guitarra acústica, así que decidí apuntarla en mi lista de versiones a ensayar.

No sé cuanto tiempo pasé con la jodida canción, una hora quizás, pero cuando acabé, me di cuenta de que el partido ya había acabado y que seguía sin tener hambre, así que decidí salir a sacar la basura en mitad de la noche mientras reflexionaba un poco sobre todo lo acontecido durante el día.

A mitad del camino hacia el contenedor, observé como un perro callejero se aproximaba hacia mi a gran velocidad. Parecía conocerme de toda la vida, ya que me miraba con confianza, como si esperara ser obsequiado con algo de comer. El perro me acompañó durante el resto de camino, saltando, brincando y haciendo todo tipo de maniobras para llamar mi atención, lo cual me hizo pensar que, en algún momento de su existencia, posiblemente habría tenido dueño.


En el camino de vuelta, el perro caminaba junto a mí, a mi mismo ritmo, él un poco más adelantado que yo, tan sólo unos centímetros por delante de mí. Por un momento recordé que, no muchos años atrás, yo mismo había tenido perro. Y por un momento imaginé que ese perro era mío, que yo era su dueño... Ganas no me faltaban, la verdad.

Pero tan sólo un segundo después pensé que aquello no podía ser: por mucho que quisiera, las circunstancias no me permitían aceptar tal responsabilidad. No podía asumir semejante compromiso, ni las trágicas consecuencias en caso de llegar el momento de no poder seguir haciendome cargo de él. Eso me entristeció...

Mientras llegaba a la puerta de casa, traté de despistar al perrito para que pasara de largo, mientras yo abría la puerta y entraba. Sin embargo, el perrito se dio cuenta, y volvió rápidamente hacia mí...

Pero la puerta ya estaba cerrada, y la verja también. Desde la ventana, observé como, confuso, intentaba encontrar la apertura por la que yo había entrado, pero fue imposible. Me vio mirarlo, saltó, brincó... y finalmente, desapareció entre la espesura de la noche, olfateando, buscando comida, no sin antes echar dos o tres miradas perdidas hacia atrás, esperando una posible reacción mía que jamás llegó...

O mejor dicho, me esforcé por que no llegara. Para mí, el día había empezado de manera normal, pero había acabado de forma triste... una vez más. Para el perrito, posiblemente fuera un día más como otro cualquiera en su triste y miserable vida.

El tema del perrito me fue rondando la cabeza hasta que decidí, por fin, irme a la cama. Una última reflexión me vino a la mente antes de cerrar los ojos: yo podría haber sido aquel perrito, y aquel perrito podría haber sido yo.

domingo, 8 de abril de 2012

La inocentada (VII y último)

Billy entró en ‘su’ habitación y cerró con llave. El pomo original seguía allí, tirado en el suelo, en un rincón polvoriento. Tampoco se habían molestado en cambiarlo. En realidad, daba igual: nadie había ocupado esa habitación desde que se marchó, ni parecía haber intención alguna de alquilarla. En estos últimos años, los inquilinos la habían estado utilizando como almacén, y montañas de papeles y demás cosas inservibles se amontonaban en el suelo.

Tras suspirar profundamente, los recuerdos volvieron a la mente de Billy: no sólo había vivido momentos felices en aquel lugar. También pasó momentos amargos, tristes, momentos de melancolía, de soledad, de aburrimiento. Momentos de dolor.

Mientras, en la calle, el tiempo había empeorado. La fuerte lluvia se había convertido en tormenta, y el destello de los relámpagos y el estruendo de los truenos se colaban por las ranuras de aquella destartalada persiana. 

Perdido en sus pensamientos, Billy se tumbó en la cama durante unos minutos para intentar reposar el malestar que le había provocado la mezcla de alcohol y pastillas. Aquellos minutos parecieron horas. Incluso le dio tiempo a soñar con su infancia, con gente del pasado, con una extraña chica de pelo azul... Hasta soñó que se le caían los dientes de repente… Por último, soñó con una puerta enorme que se cerraba delante de él justo cuando se disponía a cruzarla.

Fue entonces cuando Billy se despertó. Incorporándose como pudo, cruzó el pasillo tambaleándose y se dirigió hacia la cocina, sin reparar en que la puerta del aseo grande estaba ahora cerrada.

La lluvia caía cada vez más intensamente. Mientras escarbaba en los armarios de la cocina en busca de algo para beber, observó que seguía tan sucia como siempre, o incluso más. En su día, él fue el único que se molestaba en mantener aquel lugar en condiciones mínimas de higiene. Finalmente, en el fondo de un armario, encontró una botella de ponche de cuestionable calidad, y tomó un par de tragos. Aunque sabía terrible, sació su sed.

A continuación, abandonó la cocina y se dirigió al aseo pequeño. Necesitaba orinar, pero sus deseos se vieron truncados al darse cuenta de que la tapadera, que aquel compañero gordinflón arrancó de cuajo en un ataque de ira, aún no había sido arreglada. El hedor que manaba de aquel cuchitril se hacía tan insoportable que, por muchas ganas que tuviera, se le hizo imposible. De repente, un maquiavélico pensamiento se apoderó de su mente. ‘Un momento. Tengo una idea mejor.’ La absurda risita que había ido acompañando a Billy durante toda la mañana se transformó de repente en una sonrisa de oreja a oreja. Como pudo, se arrastró por todo el pasillo hasta llegar a la habitación de la izquierda del final del pasillo, mientras creyó oir el sonido de la ducha, aunque no le dio importancia. ‘Vaya, vaya. Parece que hoy no va a parar de llover en todo el día. Al fin y al cabo, para eso estoy hoy  yo aquí.’

Y fue entonces cuando, por fin, llevó a cabo su macabro plan: una impresionante catarata de orina empezó a inundar  toda la habitación, bañando por completo el ordenador del gordinflón, su equipo de música, sus guitarras, el armario desmontable, los cajones, los libros, los apuntes...  No contento con ello, Billy se dirigió hacia la habitación de su otro compañero. Tal y como la recordaba, seguía hecha una auténtica pocilga. El hedor superaba incluso al del aseo pequeño. La cama seguía sin hacer, como siempre, y había ropa sucia en cada rincón de la habitación. ‘Tu te mereces un castigo ejemplar.’ Tras despojarse por completo de los pantalones y encaramarse en la cama con un gracioso saltito, se encorvó, dobló las rodillas y comenzó a hacer fuerza. Estaba fascinado. Por fin estaba llevando a cabo su venganza, y se sentía orgulloso de ello.

Tal era su entusiasmo que Billy apenas prestó atención al chirrido de una puerta que se abría en el cuarto de baño, ni al sonido de unos pasos que se aproximaban por el pasillo. Ni siquiera  notó la presencia de aquel enorme individuo en el marco de la puerta, observando perplejo semejante escena. Tan sólo notó un tremendo golpe que le hacía estrellarse violentamente contra el suelo. Sintió una tormenta de golpes le hacían zarandearse por el suelo. Sintió como la sangre le corría por la cara hasta nublarle la visión. Finalmente, notó un estremecedor crujido en la cabeza.

En tan sólo un segundo, Billy se dio cuenta de que había elegido un mal día para vengarse de sus antiguos compañeros de piso. Se dio cuenta de que había bebido demasiado, y de por mucho que quisiera creerlo, las cosas no le habían salido bien. Se dio cuenta de que, al fin, le había llegado la hora. Mientras divisaba la luz al final del túnel, un último pensamiento le ocupó la mente: nunca más tendría que pasarse una noche en vela tramando una inocentada.

Los destellos de los relámpagos iluminaban por momentos la extraña silueta tendida en el suelo, completamente encharcada en sangre. Sin duda alguna, aquello era el fin. Billy estaba muerto. Definitivamente muerto.

                                                                                                               
Un relato de Sergio V.
20-3-1999