viernes, 9 de marzo de 2012

El funeral

Esta mañana he estado en un funeral... ¡Con lo poco que me gustan a mí estas cosas!

Pero hoy, al contrario que otras veces, tenía la obligación de estar presente. No había motivo alguno ni excusa que pudiera justificar mi ausencia. De hecho, fui de los primeros en aparecer... ¿o fui el primero?. No lo recuerdo bien, pero cuando llegué no me dio la impresión de que hubiera alguien más. Dadas las circunstancias en las que ocurrió todo, tampoco fue algo que llamara excesivamente la atención.

Al principio, solo vi extraños que se habían confundido de sala. Se limitaban a pasar, mover la cabeza a ambos lados, y, cuando se percataban de mi presencia, miraban con indiferencia para acabar marchandose con un sobrio 'Aquí no es'.

Poco a poco fueron apareciendo rostros algo más familiares. Al verme, todos reaccionaban de la misma forma: al principio se les veía confusos, sorprendidos y desubicados, tal vez porque muchos no recordaban mi cara. Y yo, a su vez, no sabía muy bien qué hacer ni qué decir, ni qué cara poner, así que opté por permanecer quieto en el rincón en el que minutos antes había decidido apalancarme, mostrando mi peculiar mueca (seria, estática e inexpresiva), y escuchando pacientemente cada una de las palabras de pésame que los visitantes me ofrecían.

Pero yo no respondía a nadie... ni podía hacerlo. No era momento de hablar, y ellos lo sabían. Por una vez en la vida, sentí que mi silencio estaba siendo comprendido y respetado, así que, resignados, apartaban la vista de mí y se iban yendo, uno tras otro, a paso lento, como en una procesión.

Las horas fueron pasando y la historia se repetía: la gente iba y venía. Algunos hablaban conmigo un rato, pero me limité a escucharles. Solo una compañera de trabajo se percató de la pequeña hinchazón en mi labio superior, asociandola, quizás, a la extraña alergia que días antes había hecho que mi cara se hinchara y que pareciera la de un cantante de jazz. ¡Otros ni me miraban! Alguno incluso se atrevió a hacer algún chiste (más bien, un desafortunado comentario) que, paradójicamente, me acabó haciendo gracia. Pero yo me mantuve firme y conseguí conservar la mueca que durante tanto tiempo había estado mostrando a los visitantes del velatorio.

Cuando la noche llegó, la sala se quedó prácticamente desierta. Me percaté que tres personas permanecían allí, sin apenas mirarse y casi sin hablar. De vez en cuando se asomaban y me miraban, conscientes de que no les iba a responder. Fue entonces cuando empecé a notar un dolor horroroso en piernas y espalda. Ni siquiera me había parado a pensar que llevaba sin comer un día y medio. Aunque por raro que pareciera, ni estaba cansado, ni tenía hambre, ni sed. Además, me di cuenta que me mi barba había empezado a brotar, y de que mis uñas también empezaban a necesitar un pequeño recorte.

Las horas fueron pasando, y a primeras de la mañana la gente comenzó a llegar de nuevo. El desfile seguía, esta vez más concurrido. Ahora el sorprendido era yo: las caras me eran cada vez más familiares, y gente que nunca habría esperado encontrarme, allí estaban.


Una hora después, sin dar explicación alguna, me fui. De hecho, no fui yo el que se fue. Fueron ellos los que me sacaron de allí en volandas... Jamás regresaría a aquel lugar.

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