sábado, 26 de mayo de 2012

The Fax Machine (I)

The Anchorage - Harbour City (Salford)

Lo cierto es que no me puedo quejar. Al fin y al cabo tengo un trabajo... ¿o no?

No me importa que siempre esté nublado en este país, ni que apenas haya visto la luz del sol en estos últimos cinco meses. Al fin y al cabo, la lluvia me gusta... o por lo menos, solía gustarme...

No me importa tener que levantarme cada día a las 6.40 de la mañana, cuando aún es de noche, ni el viaje en autobús de casi una hora desde Royton hasta Piccadilly Gardens, en el centro de Manchester. Ni tampoco el par de libras que pago por el tranvía que me deja en Salford Quays, en el que nadie jamás te revisa el ticket...

Tampoco me importa esperar diez minutos en la puerta de The Anchorage a que se hagan las 9.00, hora a la que entro a trabajar, mientras observo a algunos de mis compañeros de trabajo, de apenas 17 años, pasar frío en los soportales de la parte trasera del edificio, medio escondidos, dándole las últimas caladas a sus cigarrillos antes de subir a la oficina...

No me importa que dichos compañeros apenas me hablen. Ni que Chris Peers, el supervisor, londinense de nacimiento, sea el hazmerreir de la oficina, ni que Nick Draper acabe todas sus frases con esa estúpida entonación ascendente tan característica de esta región. Ni que el otro Chris, sea como fuere su apellido, me intente contar una y otra vez sus teorías sobre el origen del inglés... Seguramente tendría que regresar doce años después para llegar a entenderle medianamente bien...

No me importa que, al final del día, tenga que repetir el mismo viaje de vuelta a casa. Ni que me duela la espalda cada vez que me agacho a recoger el correo, ni que me maree cada vez que haga un movimiento brusco con la cabeza. No me importa soñar con escáneres, facturas y bolas de grapas del tamaño de una manzana.
 
Sinceramente, nada de todo ésto me importa. Lo que realmente me preocupa desde hace días es esa extraña mujer atrapada en la "fax-machine"...

sábado, 5 de mayo de 2012

Cruce de caminos

-"Izquierda... derecha... izquierda... derecha..."

Ahí estaba yo, en medio de aquel cruce de caminos, en mitad de la nada, decidiendo, una vez más, que dirección tomar. El paisaje era desolador: a mi izquierda, un largo camino de tierra presidido por un enorme árbol. Hacia la derecha, una siniestra carretera de piedras que se perdía en el horizonte.  El resto, sólo campo. Ni rastro de humanidad.


¿Izquierda o derecha?
No era la primera vez que pasaba por aquel lugar. Lo había hecho miles de veces a lo largo del último año, pero ese día todo me parecía diferente, tan extraño... Atrás quedaban las cálidas mañanas vividas semanas antes: el mal tiempo volvía a acechar. El cielo estaba cubierto de grises nubes que presagiaban una lluvia inminente. La noche había sido fresca, demasiado quizás para la época en la que nos encontrábamos. El murmullo del viento, leve pero constante, apenas me había dejado dormir. Estaba cansado, confuso, pero tenía que emprender el camino...

[...]

A los pocos minutos de haberme detenido ante aquel cruce de caminos, unas tímidas gotas de lluvia empezaron a caer sobre el parabrisas. Por un momento estuve tentado en salir del coche... Años atrás, no me habría importado acabar empapado de agua, disfrutando como un niño bajo la lluvia. Pero esta vez las circunstancias eran bien diferentes: los recientes cambios bruscos de temperatura habían mermado seriamente mi delicada salud, y lo último que deseaba era empeorar. Abrí la puerta, pero tras hacer un breve amago por salir, el sentido común me hizo permanecer en el interior del vehículo.

E hice bien: en tan sólo unos segundos, la lluvia dio paso a un fuerte chaparrón. La tierra del camino se convirtió rápidamente en un espeso barro. Apenas se veía más allá de diez metros de distancia. Esperé en el interior de mi coche durante diez, veinte, quizás treinta minutos, mientras tomaba una decisión: izquierda, derecha, izquierda, derecha...

[...]



La espera se hizo eterna. De repente, la lluvia cesó al fin. La decisión ya estaba tomada, aun sin saber muy bien qué me hizo optar por aquella opción. Así pues, arranqué el coche y giré el volante...

[...]

Vuela... pero... ¿hacia dónde?
Conduje por aquel camino pensando en qué me iba a encontrar. El cielo seguía gris. Bajé la ventanilla y asomé la cabeza para observar con detenimiento el horizonte, en busca de alguna pista que me aclarara el motivo de mi decisión. Primero miré hacia el sur: sólo campo. Luego miré hacia el este: más campo. A continuación, bajé la otra ventanilla y orienté mi mirada hacia el nordeste. Esta vez algo llamó mi atención: por un pequeño claro entraba un débil rayo de sol, haciendo visible un diminuto punto rojo se dirigía sin control rumbo a lo desconocido. Parecía una cometa... Definitivamente, era una cometa...

[...]

El final del camino
Media hora después, el camino se acabó. No había salida, únicamente unos matorrales que bloqueaban el camino y se fundían con la espesura del campo. Pero una vez más, ni rastro de civilización. ¿Quién habría construido aquella carretera? ¿Con qué fin? ¿Qué me habría llevado a mí hasta allí? Sin duda, debía haber una explicación, pero no acertaba a encontrarla.

Bajé del coche y anduve hasta el final del camino... Y entonces volví a verla, enredada entre los matorrales. Allí estaba aquella cometa roja que minutos antes había divisado en el cielo. Sucia, rasgada, dañada, casi inservible... rota. 
 
Entonces todo empezó a cobrar sentido. Comprendí que el viaje no había sido en balde, que todo tenía su razón de ser, que yo estaba allí por algo, y que el destino había puesto aquella cometa en mi camino por algún motivo. No importaba el estado en el que estuviera, el daño que había sufrido en su caída, de dónde viniera, a quién perteneciera. Aquellos rotos podrían ser reparados. Llevaría tiempo, requeriría destreza y delicadeza. Así que con mucho cuidado, cogí la cometa y la introduje en el maletero del coche, jurando que aquella cometa, tarde o temprano, volvería a volar.

Mientras regresaba sobre mis pasos, rumbo al cruce de caminos, el cielo empezó a despejarse. El sol, aunque tímidamente, volvía a brillar. Al llegar al cruce, detuve el coche y volví a hacerme la misma pregunta: "¿Izquierda, derecha, izquierda, derecha...?" Esta vez, casi sin pensarlo, giré el volante y tomé el otro camino que casi una hora antes había descartado.


Tras un par de horas conduciendo, al fin encontré los primeros signos de civilización. Un niño rubio y sonriente me saludó efusivamente desde una valla al pasar. Al verlo, bajé la ventanilla y me dispuse a devolverle el saludo... lo justo para distraerme y acabar empotrando mi coche contra un árbol...

Aquella cometa volvería a volar, y yo estaría allí para verlo, aunque fuera desde lo más alto del cielo...

Sergio V.
05-05-12