viernes, 9 de marzo de 2012

El último viaje


Ese lunes, Frank salió de su casa a las 10.05. Con el paso del tiempo, y casi sin darse cuenta, había olvidado que su trabajo en el despacho comenzaba a las 10.00. Sin embargo, el mero hecho de llegar tarde era algo que no le importaba demasiado: ya estaba acostumbrado, y se había convertido en una constante más en su rutina diaria.

Antes de irse, le hubiera gustado darle un beso de despedida a Elsa, su mujer, pero no fue posible: el trabajo en el hospital requería una mayor puntualidad y seriedad, y rara era la vez en la que su esposa se marchaba después de las 7.30. Había noches en las que ni siquiera podía venir a dormir, ya que a menudo surgían ‘imprevistos’ y tenía que quedarse de guardia en el hospital. Entonces Frank la esperaba despierto hasta altas horas de la noche, pero al final caía rendido sobre la cama esperando encontrarla al despertar. Pensando en ello, se preguntó si esa no habría sido una de esas noches...

Con un portazo, salió de su casa, se montó en el Mercedes y se dirigió a la oficina. Esta vez optó por una ruta diferente a la habitual, en vez de llegar directamente por la autovía, como solía hacer. Pese a la potencia del Mercedes, Frank condujo tranquilamente por la carretera. Al pasar por el puerto, bajó la ventanilla y observó la calma que reinaba en el exterior. Hacía tiempo que no veía el mar, y decidió detener el coche durante unos minutos para contemplarlo detenidamente. Tan sólo unas suaves ondas que se aproximaban desde la profundidad daban cierta vida al estatismo del mar.

Todo parecía tranquilo. La última vez que vio el mar fue unos cuantos años atrás, en Hawaii: fue uno de esos ‘viajes de placer’ que tanto le apasionaban, aunque a causa de un repentino golpe de mar el viaje casi acaba en tragedia. Aquella ambigüedad del mar le resultó un tanto curiosa.

A Frank siempre le había gustado viajar, y de hecho había visitado medio mundo –bien con sus “amigos”, bien con su mujer, o incluso sólo. Oteando en el horizonte, consiguió distinguir la estela de un barco pesquero perdiéndose en la lejanía. Aunque actualmente había dejado a un lado su pasión por viajar, la casi imperceptible visión del barco en el horizonte, huyendo del mundo ‘civilizado’, adentrándose en la imprevisible profundidad del océano, le hizo estremecerse. Para Frank, la vida había dejado de tener sentido desde hacía muchos años. Todo le había venido demasiado rápido, todo demasiado fácil: se lo habían dado todo hecho. Desde que su padre lo colocara en un importante puesto de su empresa –en detrimento de uno de sus mejores "amigos", la vida le había ido de color de rosa, o al menos eso es lo que Frank creía. De pequeño se educó en uno de los mejores colegios privados del país, y pese a su negligencia, consiguió acceder en la Universidad, pues su sueño era "irse a Estados Unidos para trabajar en el Silicon Valley" una vez obtenido el título de Ingeniero en Telecomunicaciones. Al segundo año lo dejó, ya que su padre le había organizado el futuro. Le había ahorrado todo el esfuerzo. Con ello, su vida se redujo a aburridas reuniones de negocios, suculentas comilonas con ejecutivos, viajes por todo el mundo, ... Al poco tiempo empezó a perder el interés por la vida, y aunque parecía tenerlo todo, se dio cuenta, de que al fin y al cabo, no tenía nada. Su única misión en el mundo era sentarse en su despacho, comer, intentar agradar a todo el mundo, y por las noches, lejos del calor de su querida esposa, soñar con un mundo en el que todo fuera perfecto. ‘¡Menuda paradoja!’, solía pensar en sus infinitos momentos de reflexión. Sabía que la vida no le iba a “sonreír”.

Perdido en sus pensamientos, volvió a mirar el horizonte, pero el barco había desaparecido. De repente, una rápida visión de la muerte le sobrecogió el alma. A la cabeza le vino la idea un viaje diferente, definitivo, un viaje en el que pudiera dejar atrás ese mundo hipócrita e injusto que tanto le atormentaba, un viaje sin billete de vuelta. Obsesionado con la idea, Frank se subió al coche y puso rumbo a su despacho. Eran las 10.30.

Al llegar al bloque de oficinas, aparcó el coche en el primer lugar que vio, y, sin preocuparse en cerrar la puerta con llave, se apresuró a entrar en el edificio. De repente, sintió un fuerte golpe en la cara y cayó en redondo al suelo. Desde el suelo observó como un hombre a medio vestir se perdía entre la impasible muchedumbre. ‘¿Será cab...?’, musitó.

Recuperándose del golpe, y aún perplejo por la idea del “viaje”, al fin llegó a su oficina, una hora más tarde de lo habitual. No había nadie, excepto Clara, su secretaria.

‘¿Alguna llamada? ¿Alguna carta? ¿Algo en particular?’, preguntó nada más entrar, cerrando la puerta.

‘Buenos días, Sr. Corgan.’, dijo la secretaria, con voz temblorosa. ‘No, ninguna llamada. Tan sólo estas cartas. Lo de siempre.’

Con cierta indiferencia, Frank cogió los arrugados sobres y se metió en su despacho. Apenas reparó en el sonrojo y bochorno que ese día mostraba su secretaria.

En fin, allí estaba, otro día más. Con un torpe ademán abrió un cajón en busca de algo de comida, y tras mucho escarbar descubrió un mohoso donut de debajo de un montón de papeles, y empezó a saborearlo, mientras acomodaba sus más de ciento veinte kilos en aquella estrecha butaca. El salvapantallas del ordenador llamó su atención por un momento, aunque al poco se hartó de él. Nunca había aprendido a utilizar esa extraña máquina, pese a sus “estudios” de Informática. Examinando la mesa, reparó en dos fotografías de lo que algún día debió haber sido una familia. El corazón se le estremeció, y los ojos empezaron a humedecérsele. En una de ellas, Frank y su esposa sonreían abrazados. En otra, Elsa, sujetando a su recién nacido Billy, y Frank con su hijo Zack, todos ellos sonriendo. ¡Cómo echaba de menos aquellos momentos de verdadero amor! ... ¿O acaso esos momentos formaban parte de ese falso montaje?

Hurgando entre la montaña de papeles en busca de otro donut, se encontró con la estampa de un santo. Hacía tiempo que no la miraba (ni siquiera se acordaba de qué santo era), y empezó a darse cuenta de que, aunque lo hubiera querido, realmente nunca había creído en ella. El corazón empezaba a dolerle.

Con cierto nerviosismo, se levantó como pudo de la silla y se dispuso a examinar la habitación en busca de algo con lo que olvidarse de esa ansiedad que tanto le atormentaba. Observó los muebles, las montañas de papeles y archivadores, las fotografías, ... y reparó en una en la que Frank y un hombre de barba canosa posaban alegres con una copa en la mano y una cínica sonrisa en los labios. “¡Dios mío! ¿Quién sería éste?’ Aquello le pareció patético, pues ni se acordaba de quién era ese individuo, ni de lo que estaban celebrando.

Examinando la pared, analizó un retrato que le hicieron al ingresar en la empresa. Se podía adivinar que antaño había sido un hombre atractivo, muy lejos de lo que era ahora, un ser descuidado y gordinflón al que la vida le daba igual.

Examinando otra vez la mesa, reparó en el montón de papeles, la mayoría de ellos cartas de bancos,  invitaciones o felicitaciones que nunca se molestó en leer. Con un gesto violento arrojó todo el contenido de la mesa al suelo y rompió a llorar. Estaba harto: tenía que hacer algo. Tal vez hubiera encontrado al fin la solución para semejante sufrimiento.

Con una mano temblorosa cogió una pluma del suelo y un sobre del banco. En el reverso comenzó a garabatear unas cuantas líneas de lo que parecía ser una carta de despedida. Resultaba gracioso el hecho de que alguien de su altura fuera capaz de cometer tantas faltas de ortografía en un fragmento tan corto.

Medio tambaleándose, salió del despacho y con un portazo, se despidió de su secretaria:

‘¿Se encuentra bien, Sr. Corgan? He oído golpes en su despacho y me preguntaba si le había pasado algo.’, dijo Clara.

‘No te preocupes, guapa. Sólo ha sido una de mis crisis nerviosas. Hoy no me encuentro bien. Me marcho. Hasta nunca.’, fue su única réplica.

Al salir del edificio, se dirigió al lugar en dónde creía haber dejado el Mercedes, pero como era de esperarse, había desaparecido. Ni siquiera se preguntó si se lo habían robado o si se lo había llevado la grúa. Tan sólo gritó: ‘¿Y a mí qué?’.

‘¡Taxi!’. Un taxi se detuvo al instante. ‘Al puerto.’

‘Que día más bueno hace hoy, ¿verdad?. Estoy deseando terminar la jornada para irme a mi casa con mi mujer y mis hijos.’. Lo que le faltaba por oír. Aún tuvo que aguantar otros inoportunos comentarios del taxista, aunque no le dirigió la palabra en todo el trayecto.

‘Aquí es. Son... 1.900 pesetillas.’, dijo el taxista con voz amable.

‘Aquí tiene, y quédese con el cambio.’

Con paso decidido se dirigió hacia el puerto. El agua debía de estar fría por aquellas fechas, aunque... ¿acaso importaba?. Acercándose al embarcadero, se detuvo y se dispuso a contemplar por última vez el mundo que le rodeaba, antes de emprender su último viaje. Observó los barcos pesqueros, las redes, los pescadores, los astilleros, los grandes fragmentos de barco, los sopletes penetrando en el metal, ... ¡Qué última visión del mundo más nefasta! ¡Cómo le ardía el corazón! ¡Qué ganas tenía de partir!

Por suerte, todo aquello iba a acabar. Casi sin darse cuenta, notó cómo el mundo se paralizaba por unos instantes. Notó como se caía, se golpeaba la cabeza, y se hundía en el fondo del mar. Mientras se ahogaba, toda la vida le iba pasando por la cabeza, fotograma a fotograma: su infancia, su adolescencia, su madurez, los malos momentos, los pocos buenos momentos, su mujer, sus hijos, los malos momentos otra vez, ... ¡Qué martirio, que sufrimiento! Pero, ¿acaso podría haber hecho algo para cambiarlo? Es difícil decirlo: simplemente estaba condenado desde el momento en que vio la luz. ‘¡Nooooooooo!’, fue su último pensamiento, antes de que el último rayo de luz le atravesara la retina.

Su último viaje había terminado: estaba muerto. ¿Y ahora qué? ¿Qué sería de él?

.......................................................

Tres días después, un grupo de niños observó una extraña masa informe flotando sobre el agua. Jugando, empezaron a apedrearlo hasta que consiguieron darle la vuelta. Huyeron espantados al ver el estado en que se encontraba el cadáver. Al cuarto día, un policía se molestó en inspeccionar el ‘extraño cuerpo’ hallado en el mar. Con cierta impasibilidad, llamó a una ambulancia, y a una grúa. Fue muy difícil extraer el cuerpo del mar, y de hecho resultaba grotesco el hecho de ver como levantaban al gordo por los aires y lo depositaban en un camión, trasladándolo directamente hacia el cementerio.

Nadie fue su funeral. Nadie. Mientras su mujer se despertaba en casa de un "amigo", ajena a todo lo que había ocurrido, y sus dos hijos asistían al Instituto, el cura musitaba una última oración por su alma, y mirando con impaciencia su reloj ordenó con un ademán al sepulturero que lo cubriera de tierra. Una mente mal pensada podría haber jurado que sentía placer arrojándole la arena sobre la cara...

...............................................

Al día siguiente del entierro, un jovencito enano y con gafas entraba en el antiguo despacho de Frank, con varios gruesos libros bajo su brazo, acompañado por el servicio de limpieza. Ordenó limpiar concienzudamente todos los rincones del mugriento despacho, y el mismo se apresuró a descolgar el retrato que colgaba en la pared. Con un gesto de extrañeza, lo depositó en la papelera. En su rostro se le podía adivinar una mueca de orgullo: ahora era el turno de aquel enjuto personaje. Mientras los limpiadores comenzaban su dura tarea, el enano se frotó las manos con una frenética sonrisa en los labios. Se sentó en la enorme butaca. ¡Que a gusto se sentía allí! ¡La de cosas que le esperaban!

En mitad de su euforia reparó en la carta de despedida que Frank había dejado sobre la mesa. La tomó perezosamente y con cierta guasa empezó a leerla. Al ver que no entendía nada, hizo de ella una bola, la arrojó por la ventana, se reclinó sobre la silla...

... y se durmió...

15-01-1997

No hay comentarios:

Publicar un comentario