sábado, 17 de marzo de 2012

La inocentada (III)


Las horas se hacían eternas. Fuera, en la calle, voces de desconocidos que regresaban de una feria cercana, el estruendo de los autobuses al pasar por delante de la casa, y las riñas de dos gatos disputandose el espacio en lo alto de un tejado tampoco invitaban a conciliar el sueño. 

De repente, empezó a llover. Fue entonces cuando Billy creyó haber dado con la clave: el repicar de las gotas de lluvia sobre el vidrio de la ventana le habían abierto los ojos. Excitado por la idea, Billy se levantó a orinar por enésima vez, volvió a su cama, y tras taparse con el doble edredón, se encogió en posición fetal y se durmió escuchando el dulce murmullo de la lluvia.

A la mañana siguiente, y casi mecánicamente, Billy se despertó bien temprano. Hacía meses que no necesitaba despertador, ya que siempre se despertaba a la misma hora, cegado por la luz del nuevo día que cada mañana penetraba por la entreabierta puerta de su dormitorio. Aquel día, sin embargo, los rayos del sol no tardarían mucho en desaparecer. El pronóstico del tiempo no era muy optimista, y las nubes pronto volverían a cubrir el cielo por completo.

Aún aturdido por la falta de sueño, Billy se  puso en pie, se quitó la camiseta interior con la que siempre dormía, se puso sus vaqueros favoritos, su camiseta negra de la calavera, y finalmente, su roida cazadora imitación de cuero. Medio tambaleándose, se encendió un cigarrillo, agarró la media botella de cerveza que le había sobrado de la noche anterior, y tras tomarse su pastilla, se enfundó sus botas negras y se marchó.


(continuará)

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