domingo, 8 de abril de 2012

La inocentada (VII y último)

Billy entró en ‘su’ habitación y cerró con llave. El pomo original seguía allí, tirado en el suelo, en un rincón polvoriento. Tampoco se habían molestado en cambiarlo. En realidad, daba igual: nadie había ocupado esa habitación desde que se marchó, ni parecía haber intención alguna de alquilarla. En estos últimos años, los inquilinos la habían estado utilizando como almacén, y montañas de papeles y demás cosas inservibles se amontonaban en el suelo.

Tras suspirar profundamente, los recuerdos volvieron a la mente de Billy: no sólo había vivido momentos felices en aquel lugar. También pasó momentos amargos, tristes, momentos de melancolía, de soledad, de aburrimiento. Momentos de dolor.

Mientras, en la calle, el tiempo había empeorado. La fuerte lluvia se había convertido en tormenta, y el destello de los relámpagos y el estruendo de los truenos se colaban por las ranuras de aquella destartalada persiana. 

Perdido en sus pensamientos, Billy se tumbó en la cama durante unos minutos para intentar reposar el malestar que le había provocado la mezcla de alcohol y pastillas. Aquellos minutos parecieron horas. Incluso le dio tiempo a soñar con su infancia, con gente del pasado, con una extraña chica de pelo azul... Hasta soñó que se le caían los dientes de repente… Por último, soñó con una puerta enorme que se cerraba delante de él justo cuando se disponía a cruzarla.

Fue entonces cuando Billy se despertó. Incorporándose como pudo, cruzó el pasillo tambaleándose y se dirigió hacia la cocina, sin reparar en que la puerta del aseo grande estaba ahora cerrada.

La lluvia caía cada vez más intensamente. Mientras escarbaba en los armarios de la cocina en busca de algo para beber, observó que seguía tan sucia como siempre, o incluso más. En su día, él fue el único que se molestaba en mantener aquel lugar en condiciones mínimas de higiene. Finalmente, en el fondo de un armario, encontró una botella de ponche de cuestionable calidad, y tomó un par de tragos. Aunque sabía terrible, sació su sed.

A continuación, abandonó la cocina y se dirigió al aseo pequeño. Necesitaba orinar, pero sus deseos se vieron truncados al darse cuenta de que la tapadera, que aquel compañero gordinflón arrancó de cuajo en un ataque de ira, aún no había sido arreglada. El hedor que manaba de aquel cuchitril se hacía tan insoportable que, por muchas ganas que tuviera, se le hizo imposible. De repente, un maquiavélico pensamiento se apoderó de su mente. ‘Un momento. Tengo una idea mejor.’ La absurda risita que había ido acompañando a Billy durante toda la mañana se transformó de repente en una sonrisa de oreja a oreja. Como pudo, se arrastró por todo el pasillo hasta llegar a la habitación de la izquierda del final del pasillo, mientras creyó oir el sonido de la ducha, aunque no le dio importancia. ‘Vaya, vaya. Parece que hoy no va a parar de llover en todo el día. Al fin y al cabo, para eso estoy hoy  yo aquí.’

Y fue entonces cuando, por fin, llevó a cabo su macabro plan: una impresionante catarata de orina empezó a inundar  toda la habitación, bañando por completo el ordenador del gordinflón, su equipo de música, sus guitarras, el armario desmontable, los cajones, los libros, los apuntes...  No contento con ello, Billy se dirigió hacia la habitación de su otro compañero. Tal y como la recordaba, seguía hecha una auténtica pocilga. El hedor superaba incluso al del aseo pequeño. La cama seguía sin hacer, como siempre, y había ropa sucia en cada rincón de la habitación. ‘Tu te mereces un castigo ejemplar.’ Tras despojarse por completo de los pantalones y encaramarse en la cama con un gracioso saltito, se encorvó, dobló las rodillas y comenzó a hacer fuerza. Estaba fascinado. Por fin estaba llevando a cabo su venganza, y se sentía orgulloso de ello.

Tal era su entusiasmo que Billy apenas prestó atención al chirrido de una puerta que se abría en el cuarto de baño, ni al sonido de unos pasos que se aproximaban por el pasillo. Ni siquiera  notó la presencia de aquel enorme individuo en el marco de la puerta, observando perplejo semejante escena. Tan sólo notó un tremendo golpe que le hacía estrellarse violentamente contra el suelo. Sintió una tormenta de golpes le hacían zarandearse por el suelo. Sintió como la sangre le corría por la cara hasta nublarle la visión. Finalmente, notó un estremecedor crujido en la cabeza.

En tan sólo un segundo, Billy se dio cuenta de que había elegido un mal día para vengarse de sus antiguos compañeros de piso. Se dio cuenta de que había bebido demasiado, y de por mucho que quisiera creerlo, las cosas no le habían salido bien. Se dio cuenta de que, al fin, le había llegado la hora. Mientras divisaba la luz al final del túnel, un último pensamiento le ocupó la mente: nunca más tendría que pasarse una noche en vela tramando una inocentada.

Los destellos de los relámpagos iluminaban por momentos la extraña silueta tendida en el suelo, completamente encharcada en sangre. Sin duda alguna, aquello era el fin. Billy estaba muerto. Definitivamente muerto.

                                                                                                               
Un relato de Sergio V.
20-3-1999

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